LA JOVEN ARENDT

Sobrevivió al lastre de haber sido la amante, a los diecinueve, de uno de los más despreciables sujetos del siglo veinte. Y uno de los dos o tres de más talento. Pero Hannah Arendt venía ya acorazada de inteligencia, aun antes de cruzarse en Marburg con el maestro de pensar de la Alemania nazi.

Es un azar feliz que lleguen, simultáneos, al lector español dos libros esenciales de la pensadora. Encuentros edita la que, en 1928, fuera su tesis doctoral: El concepto de amor en San Agustín. Paidós, el grueso volumen que recoge sus Escritos judíos -entre los cuales, son los fechados en los años treinta y cuarenta los más importantes-. Arendt había nacido en la Alemania de 1906. Sobrecoge constatar la grave madurez con la que alza razón, desde el final de los años veinte, de lo ineluctable de la tragedia que viene, lucha después contra ella, intenta, al cabo, comprender la raíz del monstruo.

Al final, lo que queda en nuestra mente y nuestra biblioteca de la amplia obra de Arendt es su monumental trabajo sobre la más específica criatura de nuestro siglo: Los orígenes del totalitarismo (1951) es una obra maestra. Lo es el On revolution de 1963, que completa su problemática. Lo es, quizá más que ningún otro de sus libros, la joya minimalista Eichmann en Jerusalén, meditación del mal en forma pura. Para entonces era ya ciudadana estadounidense, profesora de prestigio y la mujer más influyente de cuantas se asomaron a la filosofía en el siglo. Pero hubo esa Arendt de 22 años, que, bajo la dirección de Jaspers, busca a través de San Agustín el concepto que le permita salir indemne de la jerga letal de su primer maestro. Y lo consigue esplendorosamente. La que hace lo imposible, ya en París y huida de la nazi Alemania de sus maestros, por salvar primero la vida de un Walter Benjamin que inicia su caída libre hacia Port-Bou y la nada; más tarde, y ya en América, la que hará todo por salvar su obra, la más imprescindible de la filosofía alemana en el último siglo. También, la que pergeña redes de auxilio a los judíos que aún consiguen escapar de Hitler. La que escribe, en el escaso tiempo que deja la refriega, algunas de las más sutiles reflexiones en torno al desastre en curso.

De Arendt queda en nosotros la mujer serena que busca el silencio de las bibliotecas a partir de los años cincuenta. Hay esta otra: esta que se enfrenta al vértigo de unos años desesperados. Y que a mí me hace pensar en la más grande de las pensadoras trágicas judías: Simone Weil. A la cual no le fue dado conocer el tiempo adulto del sosiego y del repliegue.


GABRIEL ALBIAC

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