La administración Obama ha anunciado su deseo de que Israel se haga signatario del Tratado de No Proliferación. Un error y una estupidez. La firma del Tratado obligaría a Israel a acabar con su tradicional ambigüedad sobre su arsenal estratégico. Y salvo que se busque poner a Israel en la picota, nada habría en ese reconocimiento de positivo. Irán diría que si los judíos tienen la bomba, ellos también tienen derecho a tenerla; el mundo árabe, tan dado a la teatralidad, criticaría públicamente el arsenal israelí; y muchos pacifistas trasnochados correrían a pedir una zona libre de armas nucleares en el Oriente Próximo. O sea, en lugar de calmar los ánimos frente a una realidad que hoy no excita a nadie más que al Washington de Obama, los exacerbaría.
En segundo lugar, hay que reconocer que el TNP tuvo su utilidad hace tres décadas, pero que se ha revelado inútil frente a quienes de verdad quieren la bomba. Corea del Norte, Siria e Irán son casos bien patentes de cómo se puede violar su espíritu y su letra a pesar de jurar fidelidad al mismo. Aún peor, incluso cumpliendo con buena parte de los constreñimientos que su texto impone. Y eso sí es algo sobre lo que Obama debería pensar de cara a la revisión del Tratado el próximo año, no en Israel.
El presidente americano, con su ansia de cambio, ve ahora las armas nucleares como algo indeseable. Pero las armas no son el problema, sino los regímenes que las poseen. No es lo mismo una bomba paquistaní que una francesa. Por el hecho de que Francia es una democracia asentada y Pakistán va camino de la talibanización. Israel es también una democracia. La bomba que debería preocupar a Obama -y al mundo- es la iraní, por lo que es Teherán: una república islámica con ambiciones hegemónicas y dispuesta a emplear a grupos terroristas para conseguir sus objetivos.
RAFAEL L. BARJADÍ
Fonte: ABC
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