«¡OH, Profeta! Di a tus esposas, a tus hijas y a las mujeres de los creyentes que se cubran con sus velos hasta los pies: éste es para ellas el mejor medio de darse a conocer y no ser ofendidas» (Corán, 33, 59). Palabra de Alá a Muhammad. Inalterable como el Eterno mismo. Otras cosas le podrán ser reprochadas al Libro; no, que sea ambiguo. Hasta en el detalle de sus excepciones: «Di a las creyentes que bajen la mirada, que sean castas, que no muestren sus encantos, que pongan velos sobre sus pechos, que no muestren esos encantos más que a sus esposos, o a sus padres, o a los padres de sus esposos, o a sus hijos, o a los hijos de sus hijos, o a los hijos de sus hermanas, o a sus sirvientas o esclavas, o a sus esclavos incapacitados para el acto sexual, o a los muchachos impúberes» (24, 31).
El velo hasta los pies no es un avatar efímero ligado a interpretación de clérigos. Es lo que el Libro establece. Y nada en el Libro que Dios dictó puede ser erosionado por el tiempo. O por la azarosa interpretación humana. Porque ese velo no es un ornamento. Es la expresión litúrgica de una fobia coránica. La que cristaliza en el dicho de la Sunna: «Un hombre, una mujer. Y Satán en medio». ¿Es humana una mujer? Sólo de un modo tasado. Al cincuenta por cien de la plenitud, tal como fijan las suras 2, 282 y 4, 11-12: «Pedid el testimonio de dos hombres. O, si no los hubiere, de un hombre y dos mujeres». «Si vuestras esposas no tienen hijos, la mitad de lo que poseen os pertenecerá». Igualmente tasada, su sumisión al mando viril: «Los hombres tienen autoridad sobre las mujeres en virtud de la preferencia que Dios les concedió sobre ellas... Amonestadlas cuando sospechéis su infidelidad, encerradlas en habitaciones a parte y golpeadlas» (4, 34). Condición semihumana que tiene un nombre, en suma. Extraño hoy para Occidente: esclavitud.
Nicolas Sarkozy subrayó anteayer en Versailles, ante la solemne Asamblea conjunta de Parlamento y Senado (la primera de ese tipo en casi un siglo y medio) la centralidad de la lucha republicana contra eso. La abolición de la esclavitud marcó en Francia -primero en 1793, definitivamente en 1848- el punto sin retorno en la universalización del derecho. Se requirió un largo trecho aún y un esfuerzo perseverante para hacer de la norma realidad plena: esta que define a las sociedades libres. Muy pocas, por cierto, fuera de Europa y el Norte de América (que tal vez sea hoy la única Europa viva). Pero no existe avance histórico que no sea reversible. Y, al anunciar la inmediata promulgación de una ley para prohibir el uso del burka, el presidente francés sabía bien que no estaba abordando una anécdota ligada a la libertad religiosa. Sino algo más primordial: la pervivencia de la esclavitud, cínicamente enquistada en nuestras sociedades. «El problema del burka no es un problema religioso», formuló Sarkozy. «Es un problema de libertad y dignidad de la mujer. No es un signo religioso, es un signo de servidumbre, es un signo de humillación». Justo lo que una tierra que se quiera heredera de la libertad no puede admitir. A ningún precio, y por encima de cualquier ideología. «Quiero decirlo solemnemente: el burka no es bienvenido en Francia. No podemos aceptar en nuestro país la existencia de mujeres prisioneras tras una reja, amputadas de toda vida social, privadas de toda identidad. No es ésta la idea que nos hacemos nosotros de la dignidad de la mujer... No debemos avergonzarnos de nuestros valores. No debemos tener miedo de defenderlos».
No, no todos los políticos europeos son iguales. Algunos hasta son inteligentes. ¡Qué envidia!
GABRIEL ALBIAC
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