«Los asesinos de Auschwitz cercenaron a los judíos de la humanidad y les negaron el derecho a existir»: tal vez sea Emil Ludwig Fackenheim quien mejor haya formulado la dimensión teológica del exterminio nazi contra el pueblo judío. No es lo más aterrador la cifra de los seis millones. Lo es la precisión con la que, antes de ser gaseado, cada uno de ellos debía ser desprovisto individualmente de hasta su último atributo de hombre. De modo que lo aniquilado no fuera una fracción -ni siquiera una fracción criminal u odiosa- de la especie humana. Sino un virus, al cual se fumigaba preventivamente. Así, la logística de la muerte en los Campos era tan moralmente trivial cuanto la desratización en las cloacas. El Ziklon-B fue puesto en el mercado como la última palabra en raticidas. Nada más funcional que usar como laboratorio de su eficacia a los especímenes hacinados en Auschwitz, Dachau, Treblinka...
«No eran humanos», repiten los ancianos alemanes a quienes Goldhagen entrevista en Los verdugos voluntarios de Hitler. Ellos, grises padres de familia en los años treinta, corrieron con las ejecuciones en las zonas rurales. Nada, o casi nada, sabían de política. Se les dio un revólver, instrucciones para no ser salpicados por las astillas que saltan de la nuca al estallar la bala. Cumplieron su tarea con la misma asqueada indiferencia con la que hubieran pisoteado orugas. No eran humanos. Habían sido vecinos suyos hasta dos días antes. Pero aquello debía ser visto ahora como un malentendido; o, más bien, como una conspiración para infectar al pueblo ario. No eran humanos ya, cuando les disparaban. Eran el enemigo de las leyes de la naturaleza y de los hombres.
Conforme a lo dictado por Adolf Hitler en 1934: «Al ario y el judío, los opongo mutuamente. Y, si doy nombre a uno de hombre, estoy obligado a buscar un nombre diferente para el otro. Porque están tan separados entre sí, cuanto lo están las especies animales de la especie humana. Y no es que yo esté llamando animal al judío. Está el judío más lejos del animal que nosotros, los arios. Es un ser ajeno al orden natural; es un ser contra natura».
Proliferó, consecuente, la iconografía burlesca del monstruo: nariz rinoceróntica, ropón negro y raído, desaliñados tirabuzones bajo la kipá, ojo aviso... El «judío Süss» de cineastas y dibujantes nazis tenía todos los rasgos de lo repelente. Su mente maquinaba las resentidas perversidades que contra la belleza humana -la moral como la física- le ponían en condiciones de perpetrar su enfermo retorcimiento anímico y su inagotable atesorar dinero ilícito. La eficacia de esa iconografía fue demoledora. Funcionaba así: una encantadora niña aria, rubia y con tirabuzones, se enfrenta al repugnante judío ataviado de cucaracha: «¿Pero cómo pueden los judíos violar con total impunidad todas las leyes humanas e internacionales?». Cínicamente indiferente, responde el hombre insecto: «Nuestro buen dinero nos cuesta». El judío es el enemigo de lo humano. Su dinero, sabiamente administrado, borrará a los verdaderos hombres de la tierra.
Setenta y cinco años después, abro el periódico. Viñeta. Una encantadora niña aria, rubia y con tirabuzones, se enfrenta al repugnante judío ataviado de cucaracha: «¿Pero cómo puede Israel violar con total impunidad todas las leyes humanas e internacionales?». Cínicamente indiferente, responde el hombre insecto: «Nuestro buen dinero nos cuesta». Israel es el enemigo de lo humano. La sabia administración de su dinero busca borrar a los verdaderos hombres de la tierra.
Sucedió en Madrid. Hace ocho días. Auschwitz no es aquí cosa del pasado.
GABRIEL ALBIAC
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