IRAN E A BOMBA


Pelo seu interesse adjuntamos a continuação a ponência apresentada por Rafael L. Bardají * no Seminário "La amenaza irani" patrocinado pela FAES [Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales.]










IRAN Y LA BOMBA: QUÉ ESPERAR, QUÉ HACER



Los ayatolás quieren su bomba

Para entender la ambición nuclear iraní, incluida la voluntad del régimen de los ayatolás para asumir crecientes costes por sus desarrollos atómicos de naturaleza militar, hay que tener en cuenta cuatro factores básicos:

  1. El potente nacionalismo tradicional iraní, que lleva a considerar a Irán una potencia hegemónica en la zona, desde el Levante al Beluchistán.
  2. La naturaleza de la revolución jomeinista, que añade un componente mesiánico para el chiismo iraní. La República Islámica de Irán será el motor de la revolución islámica en el mundo, primero en el mundo árabe y después allende sus fronteras.
  3. El cisma entre suníes y chiíes. Irán, de mayoría chií, considera que ha estado dominado y aplastado por la conspiración suní y cree que ha llegado el momento de que se reconozca su liderazgo en el mundo musulmán.
  4. Las creencias apocalípticas de la actual dirigencia iraní.
Si los ayatolás se hicieran con la bomba, tendrían en sus manos un instrumento más que útil para cumplir todos sus sueños y ambiciones terrenales:
  • Irán pasaría a formar parte de ese club de privilegiados que poseen un arsenal nuclear. Su prurito nacionalista saldría reforzado.
  • Con un componente de disuasión atómica en sus manos, se sentirían más tentados a expandir, directa o indirectamente, su ideario. Grupos islamitas podrían actuar más agresivamente gracias al paraguas nuclear que les brindaría Teherán.
  • Aunque ya existe una nación islámica con armamento atómico: Pakistán, la centralidad geográfica de Irán, en el Golfo Pérsico y el mundo árabe, así como su carácter chií, le otorgaría una preeminencia de la que nunca ha disfrutado.
  • Dispondrían de la mejor arma para borrar a Israel del mapa y sembrar la semilla de una revolución islamista en todo el mundo.
Por todo ello, el arma nuclear resulta más que atractiva a los ojos de los dirigentes de Teherán, y explica el por qué de su aceptación de sanciones, el creciente precio que han de pagar por no renunciar a su programa y el riesgo, incluso, de cosas peores. En sus cálculos, todo eso merece la pena si al final pueden enseñar al mundo su bomba.

No van a renunciar al armamento atómico

Conviene recordar que el programa nuclear iraní no es algo nuevo, que haya venido de la mano de Mahmud Ahmadineyad. Ni siquiera es de ayer o de anteayer. Viene de los años 70, y, aunque pasa por sus altibajos en los primeros momentos de la revolución de Jomeini, vuelve a cobrar fuerza a partir de mediados de los 80 y velocidad desde principios de los 90. Teherán ha dado ya sobradas muestras de su empeño y consistencia, a lo largo de muchos años y gobernantes, como para pensar alegremente que su interés en este terreno es menor o coyuntural. De hecho, que el programa se haya mantenido opaco y clandestino, con todos los esfuerzos de ocultación que eso conlleva –y no olvidemos que Irán es signatario del Tratado de No Proliferación, esto es, que está sujeto a las inspecciones de los funcionarios del Organismo Internacional para la Energía Atómica (OIEA)–, añade aún más consistencia a los afanes iraníes por hacerse con las tecnologías nucleares de uso militar.

La táctica negociadora de los iraníes pone de relieve que seguirán adelante con su programa atómico cueste lo que cueste. Desde que, a mediados de 2002, se descubrió el pastel, gracias a las informaciones procuradas por disidentes desde el propio Irán, la comunidad internacional, por medio sobre todo del 3­+1 (Londres, Berlín y París más Solana) y las Naciones Unidas, ha ofrecido los suficientes incentivos y esgrimido las suficientes sanciones como para convencer a los ayatolás de que abandonen sus ambiciones nucleares. Pero ni las zanahorias ni los palos han servido para mucho, salvo para malgastar cuatro años en conversaciones frustrantes. Mientras dilataba este proceso de tiras y aflojas, Teherán no ha dejado de trabajar en su programa de enriquecimiento y en la llamada weaponización del material fisible.

Ahmadineyad no se ha cansado de repetir lo evidente: Irán no está interesada en canje alguno; su programa nuclear, sencillamente, no es negociable. La carta que envió el pasado 13 de mayo el ministro iraní de Exteriores, Manucher Mottaki, al secretario general de la ONU, Ban Ki Moon, es otra prueba de ello.

¿Cuánto tiempo falta para la nuclearización de Irán?

Nadie, salvo los propios iraníes, sabe con certeza en qué grado de desarrollo se encuentra el programa nuclear iraní, ni cuáles han sido sus obstáculos y progresos más destacados, ni, menos aún, cuánto tiempo falta para que los ayatolás dispongan de su primera bomba atómica.

La comunidad norteamericana de inteligencia publicó en noviembre de 2007 una nueva estimación sobre Irán. Contra todo pronóstico, fue un bombazo, pues juzgaba que Teherán había suspendido su programa militar a finales de 2003. Para desgracia de los servicios americanas, sus juicios han sido puestos en entredicho por sus homólogos europeos, rusos e israelíes y están en abierta disonancia con lo hallado hasta el momento por la propia ONU a través del OIEA. De hecho, con motivo del reciente viaje de George W. Bush a Israel, se anunció que con toda probabilidad habría un nuevo NIE (National Intelligent Estimate) sobre Irán.

Teherán ha venido anunciando los hitos industriales y científico-técnicos que ha alcanzado. Es más, los inspectores del OIEA, que tienen que hacer frente a numerosas limitaciones, han sido testigos del incremento de los elementos necesarios para el enriquecimiento de uranio en cadena. Es decir, que aunque no se sabe a ciencia cierta el grado de desarrollo del programa nuclear iraní, sí se puede decir con seguridad que a comienzos de 2005 comenzó en fase industrial el proceso de conversión del uranio mineral en hexafluoruro de uranio, y que desde enero de 2006 se ha retomado el proceso de enriquecimiento del gas. A principios del verano pasado se instalaron las primeras centrifugadoras en la planta de Natanz (algo confirmado in situ por inspectores del OIEA). Si Ahmadineyad no miente, hacia finales de este año el número de centrifugadoras funcionando en cascada podría ascender a 50.000. Para que nos hagamos una idea de lo que esto significa: 300 centrifugadoras a pleno rendimiento podrían producir en un año 30 kilos de uranio 235 de uso militar, cantidad suficiente para unas cuatro bombas atómicas; con 3.000 centrifugadoras se podría obtener en un año material fisible para medio centenar de cabezas nucleares.

Dicho esto, todo parece apuntar a que Irán está teniendo dificultades técnicas para sostener el proceso de enriquecimiento en cascada, y que las centrifugadoras están operando muy por debajo de lo requerido para alcanzar el grado de enriquecimiento de uso militar, lo que significa, para algunos analistas, que por el momento Irán sigue estando lejos de conseguir su primera bomba. Las estimaciones varían de entre dos y diez años, según las fuentes.

En todo caso, Irán sigue ampliando su programa, y, tal y como se supo el 27 de septiembre de 2007, podría estar utilizando una instalación secreta, subterránea, cerca de Natanz –y otra en las afueras de Teherán– para los ensayos de weaponizacion del material nuclear. La fuente es, de nuevo, el Consejo Nacional de la Resistencia Iraní, cuyas revelaciones hasta la fecha siempre se han demostrado correctas. Por su parte, la inteligencia israelí viene advirtiendo de que Irán podría estar mucho más cerca de la bomba de lo que se piensa: tal vez podría hacerse con ella hacia finales del año que viene...

Se tiene cumplida información de los desarrollos misilísticos iraníes, así como de la ayuda que ha recibido Teherán de Pakistán para la fabricación de una cabeza de combate capaz de ser encajada en y lanzada por un misil balístico. Por lo que el eslabón más débil sigue siendo el material fisible, hacia cuya producción, como hemos dicho, Irán sigue marchando sin mayores obstáculos.

Las sanciones no surtirán efecto a tiempo

A partir de 2003, los europeos intentaron convencer diplomáticamente a los iraníes de que abandonaran el enriquecimiento de uranio. Así, les ofrecieron diversas alternativas para que pudieran disfrutar de la energía nuclear de carácter civil. Como Teherán rechazó cualquier punto de entendimiento y según el OIEA no cumplía con sus obligaciones para con el TNP, finalmente el dosier iraní se elevó al Consejo de Seguridad de la ONU, que ha emitido cuatro resoluciones al respecto. La primera, la 1696, de 31 de julio de 2006, conminaba a Teherán a que cesara en todas sus actividades de procesamiento y enriquecimiento. La respuesta iraní no fue satisfactoria, y el informe que emitió el OIEA a finales de agosto vino a confirmar que los ayatolás no estaban cumpliendo una sola de las condiciones que les había impuesto la ONU. La segunda, la 1737, de 23 de diciembre de 2006, se alcanzó por unanimidad y recogía una serie de sanciones, limitadas y de carácter económico, contra Irán, prohibía que se prestara asistencia técnica al programa nuclear de Teherán y hacía referencia a la congelación de los bienes de doce ciudadanos iraníes y diez organismos relacionados con el referido programa. La tercera (1747), de 24 de marzo de 2007, básicamente ampliaba la lista de personas y entidades sujetas a sanciones. La cuarta (1803) es de este año, del 3 de marzo, e incide en medidas selectivas que afecten técnica y financieramente al programa nuclear iraní.

Simultáneamente, y ante la creciente complicación para llegar a un consenso en el seno de la ONU, surgió un movimiento orientado a dificultar las transacciones internacionales de diversas entidades clave para el régimen de los ayatolás, así como toda una panoplia de acciones encaminadas a la desinversión por parte de los grandes fondos americanos en compañías que mantuvieran negocios con Irán.

Ciertamente, la economía iraní no va bien, y necesita de inversiones para poder mantener y modernizar su principal fuente de ingresos, el sector del petróleo. En la medida en que le sea más difícil recurrir al capital extranjero, le resultará cada vez más complicado mantener su economía subsidiada. Ahora bien, el actual precio del crudo le suponen a Irán entre 60 y 80.000 millones de dólares de superávit al año, por lo que puede paliar a corto plazo las carencias de capital extranjero.

Las sanciones jamás han dado el fruto deseado. Funcionaron en los 90 contra Sadam porque se partía de una victoria militar y porque la vigilancia inicial fue muy alta, pero la comunidad internacional está muy lejos de alcanzar en lo relacionado con Irán el grado de cohesión que se alcanzó entonces acerca de Irak.

Un escenario inaceptable

Las implicaciones regionales y mundiales de un Irán nuclear, sobre todo con sus actuales líderes, hacen que ése sea un escenario del todo inaceptable. Suponiendo, en el mejor de los casos, que los ayatolás sólo quisieran dotarse de una capacidad de disuasión frente a Occidente y otros potenciales adversarios, un Irán atómico movería a sus vecinos suníes a buscar sistemas que equilibraran de nuevo la balanza estratégica; sistemas que, a su vez, no podrían ser sino nucleares. Es decir, que la bomba iraní alimentaría la proliferación nuclear en la zona, con todos los riesgos de inestabilidad que eso conllevaría. Dado que los arsenales no podrían ser muy numerosos, el miedo a perderlos como consecuencia de un golpe sorpresa del enemigo daría pie a una política de dedo en el gatillo, o sea, a la primacía del ataque súbito por sobre la disuasión, de manera que el riesgo de un intercambio nuclear –algo nunca visto en la historia de la humanidad– se dispararía.

El panorama sería aún menos alentador si las intenciones de Teherán fuesen aviesas. Podría, por ejemplo, colocar a sus lacayos libaneses (Hezbolá) y palestinos (Hamás) bajo la protección de su paraguas nuclear, lo que haría prácticamente imposible la defensa de Israel frente a estos grupos y facilitaría la islamización de la zona, sobre todos de los palestinos. Asimismo, podría recurrir al terrorismo nuclear y rehuir la responsabilidad al amparo de la opacidad que podría cernirse sobre la autoría de un atentado de destrucción masiva. Igualmente, podría tratar de acabar con Israel, luego de calcular que Occidente preferiría no hacer ante ese holocausto nuclear antes que arriesgarse a ser objeto de un castigo similar.

Así las cosas, las posibilidades de chantaje en manos de los ayatolás serían múltiples. En este punto, convendría reparar en el subidón psicológico que les sobrevendría al saberse poseedores de la más letal de las armas. Se creerían intocables, y nos querrían reducidos al temor y la inacción. Si estuvieran en lo cierto, malo; si se equivocasen, peor, porque estaríamos al borde de la primera guerra nuclear.

Aun cuando en Europa quisiéramos creer que todo se podría reducir a un enfrentamiento entre Israel e Irán, nadie quedaría a salvo si los ayatolás dispusieran de armamento atómico. Sería ilusorio pensar otra cosa. Irán no es un asunto israelí: es un problema para todos.

Con Irán, la disuasión mutua no es viable

Hay quien tiende a pensar que si los Estados Unidos y la URSS supieron llegar a un mínimo entendimiento y garantizaron la paz gracias a la destrucción mutua asegurada (DMA), contener y disuadir a los iraníes también sería posible. Se equivocan. Para empezar, cabe recordar que la DMA descansaba en la sobrecapacidad destructiva de los actores, que poseían miles de cabezas nucleares, así como a un sofisticado sistema de mando y control y a que los contendientes compartían una serie de mínimos: ni la URSS ni América eran suicidas, ni potencias que buscaran revolucionar el sistema mundial. No es éste el caso del Irán jomeinista, y mucho menos el del Irán de Ahmadineyad, con su culto apocalíptico.

Recientemente, el mundo musulmán radical ha dado sobradas pruebas de que no siempre sigue pautas racionales o acordes con nuestra lógica. No lo hizo el régimen talibán en 2001, cuando se negó a entregar a Ben Laden; ni Hezbolá en el verano de 2006, cuando decidió secuestrar a unos soldados israelíes. Son sólo dos ejemplos. No hay nada en la doctrina estratégica iraní que conocemos que nos indique que para los ayatolás la bomba atómica es un arma puramente defensiva. Ciertamente, se pueden poner en marcha sistemas de defensa antimisiles, pero saturar las defensas siempre es posible, y para Israel una sola bomba equivale a su fin. Es más, los misiles no son necesarios para asestar un golpe fatídico a una de nuestras naciones.

Es en tal contexto de creciente incertidumbre e inestabilidad estratégica que deben entenderse estas palabras del senador John McCain: "Sólo hay algo peor que bombardear Irán: un Irán nuclear". Lo mismo que ha venido a decir la senadora Clinton (mientras que Obama apuntaba a Pakistán).

Las opciones militares son complicadas pero viables

Tanto EEUU como, en menor medida, Israel tienen los medios necesarios para atacar y destruir las instalaciones conocidas del programa nuclear iraní. Otra cosa es que se conozcan todos los componentes e infraestructuras del mismo. Habida cuenta de los sonados fracasos cosechados por la inteligencia en ocasiones anteriores, este punto no es, ciertamente, baladí. Sea como fuere, la destrucción de las cuatro instalaciones básicas para el enriquecimiento del uranio y la producción del plutonio retrasaría los planes de los ayatolás durante años.

El verdadero problema de un ataque contra Irán es la gestión política del mismo (no perdamos de vista los ciclos electorales y la situación doméstica de todos los potenciales implicados), así como la necesidad de prepararse para el día después. Si el régimen se sostuviera y endureciera, podría poner en marcha toda una gama de medidas de represalia en el corto plazo (ataques terroristas, cierre temporal del Estrecho de Ormuz, etcétera). Ahora bien, es dudoso que pudiera sostenerlas en el tiempo, o incluso que no le perjudicasen (pensemos, por ejemplo, en el petróleo: para Teherán, exportarlo es una necesidad). Igualmente, estaría por verse que Hamás y Hezbolá siguiesen automáticamente a un régimen herido que les podría poner al borde del suicidio. Es decir, que las temibles consecuencias que a veces se esgrimen en contra de una intervención militar, sin ser mentira, tampoco son del todo ciertas. Todo dependerá de factores situacionales.

Lo verdaderamente crítico es el tiempo; el cuándo, más que el cómo. Y esto sí es una cuestión abierta. Pero debería serlo por razones de cálculo estratégico y operacional, no de oportunismo político, es decir, no porque Olmert sea débil, Bush abandone la Casa Blanca o se piense que Ahmadineyad no va a ser reelegido en las presidenciales del año que viene.


RAFAEL L. BARDAJÍ


* Rafael L. Bardají: Fundador do Grupo de Estudios Estratégicos (GEES), Subdirector do Real Instituto Elcano de Estudios Internacionales y Estratégicos.

0 comentarios: