UN RENTABLE FASCISMO


Podría hasta inspirar piedad la imagen. Si hubiéramos perdido la memoria. Y nada viéramos en el voluminoso anciano que balbucea en Estrasburgo [ver vídeo abaixo], salvo el devastador efecto de la senilidad: «Me he limitado a decir que las cámaras de gas fueron tan sólo un detalle en la historia de la segunda guerra mundial».

Podría inspirar piedad. La misma que podría inspirar la foto aquella de Rodríguez Zapatero envuelto en la blanquinegra cofia palestina. Piedad por lo senil del uno. Por lo pueril del otro. Pero el senil será próximo presidente de edad del Parlamento Europeo. Pero el pueril, va ya para cinco años que preside este al cual llamamos un país adulto. Y no hay piedad que pueda sobreponerse a la defensa de la dignidad democrática frente al fascismo.

Porque es fascismo, en el rigor del concepto, hacer de la Shoá uno más de los desastres de la guerra. «Un detalle», balbucea en la pantalla el viejo dinosaurio Jean-Marie Le Pen. Intercambiable con otros de dimensión idéntica, dicen sus paradójicos émulos españoles. ¡Jodida pertinacia de la memoria! Abril de 2002.

Yenín. A la alharaca de la vieja judeofobia se suma en masa el humanitarismo socialista: ningún pudor impide a las buenas gentes del PSOE proclamar el «genocidio», bautizar a Yenín de «Auschwitz» de nuestro tiempo, o, como mínimo, de nuestro contemporáneo «Ghetto de Varsovia». A principios de mayo, Human Rights Watch, ONG poco sospechosa de simpatías israelíes, estaba ya en condiciones de dar el balance: 52 bajas palestinas, 23 israelíes. A eso habían llamado partido socialista, prensa, intelectuales, comediantes españoles un «genocidio», un «nuevo Auschwitz», un «Ghetto de Varsovia».

¿Qué es, en rigor, «fascismo»? La forma nacional del socialismo. Como tal lo concibe, y con tal contenido le da nombre, un dirigente socialista en conflicto con sus colegas italianos, Benito Mussolini. Y, en aún más inequívoca literalidad, de esa amalgama hace nombre para su partido el fundador de su exterminadora variación centroeuropea. Y, con demasiada frecuencia, olvidamos -porque es, ¿a qué ocultarlo?, de lo más doloroso hacer frente a ciertas cosas- que «nazi» no es sino apócope de un Nationalsozialismus que no admite otra traducción castellana que no sea la de «socialismo nacional». En el proyecto de su fundadores, la solidez del proyecto está asentada sobre la primordial fuerza unificadora de la irracionalidad afectiva. Es por ello la forja de grandilocuentes mitologías la que prima, inauguralmente en Mussolini, después y con más eficacia en Hitler. Y no hay mitología tan potente como la del monstruoso enemigo intemporalmente al acecho. Frente a lo demoníaco en estado puro, la patria erige su acorazado búnker en torno al guía, al conductor, al Führer.

Y el monstruo intemporal está al alcance de la mano; Hitler no ha tenido más que recuperarlo de los relatos europeos más viejos; también de las más brutales mitologías socialistas de finales del siglo XIX. El monstruo tiene nombre: el deicida, el judío, que es ahora el plutócrata corruptor del puro espíritu social de Europa. La abrupta originalidad del socialismo nacional centroeuropeo consistirá en pasar al acto: aniquilar a lo previamente erigido en antihumano. Seis millones de indiscriminados asesinatos. No de bajas en combate: seis millones de asesinatos a sangre fría. Y un proyecto: borrar la enfermedad judía del mundo. «Un detalle tan sólo» de la Segunda Guerra mundial, según Le Pen. Un avatar idéntico a los 52 muertos en los combates de Yenín. Un presente que da asco. El del rentable fascismo. Con cofia blanquinegra.


GABRIEL ALBIAC


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