LA SUPERSTICIÓN ANTINUCLEAR

«UNA tragedia y una comedia se escriben con las mismas letras». El pasaje pertenece al asombroso De generatione et corruptione, en el cual acota Aristóteles qué sean ser y no ser. Muerte y vida no se excluyen: vive lo que está muriendo. Sólo. Y no morir es no estar vivo. Porque, «la corrupción de una cosa es la generación de otra y la generación de una es corrupción de la anterior, y así necesaria e ininterrumpidamente acaece el cambio». No hay decurso sin riesgo. Ni novedad que no aniquile aquello de lo cual viene. En el siglo XIX, habrá de ser Karl Marx, ese clásico a quien sus creyentes acabarían por hacer casi ilegible, quien reformule mejor la tesis aristotélica: «en la historia, como en la naturaleza, la podredumbre es el laboratorio de la vida».

La legendaria visión de lo real que es la de los supersticiosos abomina de todo cuanto trastrueca la perezosa inercia de lo establecido. Sucedió, en los inicios del maquinismo con los ludditas que, hacia 1811, vieron en el telar mecánico conspiración para exterminar a los tejedores. Y llamaron a destruir las máquinas, refinados artilugios de un demonio en lucha contra hombre y naturaleza. Fue uno de los momentos más locos de la edad contemporánea. Cíclicamente, el luddismo vuelve. Así son las supersticiones. Los variados infantilismos de la ecología son sólo el avatar último de una añoranza de lo irracional que acecha de continuo al cerebro humano. Provocaron ya el desastre que, para la contención de la malaria, fue la prohibición del DDT, único insecticida eficaz contra sus transmisores. El daño que su mítico veto a las centrales nucleares está en curso de desencadenar es más grave.

Hace ya un siglo y medio que el petróleo es única fuente rentable de energía. Sin ella, el mundo en el cual vivimos no hubiera sido posible. Hoy, su funcionalidad hace quiebra. Por la limitación de sus disponibilidades. Por la concentración de sus fuentes, que lo atan a un arbitrario oligopolio. Por el azar de que un porción relevante de ese oligopolio pertenezca a las dictaduras más obscenas del planeta. La consecuencia es un mundo en el borde mismo de la guerra mundial más devastadora. En ausencia de una alternativa energética rentable, nada impedirá esa guerra, ya explícita en las operaciones islamistas contra Nueva York, Madrid o Londres. Lo paradójico es que existe alternativa. No las míticas energías «limpias», que cuestan bastante más de lo que producen, y pueden, por tanto, ser ornamentales; nunca eficaces. La única alternativa hoy a los hidrocarburos es la energía nuclear. Tal vez un día no lejano, la de fusión. Hoy, en todo caso, la de fisión, cuya rentabilidad no admite comparación con ninguna otra. Una asombrosa Iglesia Luddita se ha anudado en torno al dogma básico de su rechazo. ¿Dónde funda su leyenda? ¿En Chernobil, quizá? Pero Chernobil no es una criatura de la energía nuclear. Lo es de la homicida incompetencia soviética. En España, es fácil fijar fecha: 1981, asesinato del ingeniero Ryan, paralización de Lemóniz y, para camuflar el éxito político de ETA, moratoria nuclear indefinida. Con paradojas tan locas como la de que esa energía sea adquirida en Francia, con la estupenda lógica de que una explosión nuclear será contenida por los controles de pasaporte en la frontera.

Es hora de corregir lo que aún puede ser corregido. Afrontar con seriedad los riesgos. Acotarlos. O bien atrincherarse en la ciudadela de lo muerto. En la cual no existe riesgo. Porque no existe vida. Sí, «una tragedia y una comedia se escriben con las mismas letras». Con las mismas, una farsa. En tiempo de Aristóteles. En el nuestro.


GABRIEL ALBIAC

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